No somos amigas
Sobre las relaciones entre mujeres y la represión de la identidad lesbiana.
Había una delgada línea entre la devoción y el deseo, entre la amistad y el amor. Nos aferrábamos a la idea de la 'amistad romántica' porque nos daba permiso para existir.
Sarah Waters.
*
Entonces, M y yo estábamos cada vez más cerca. No solo compartíamos clase y fila de mesas en el instituto, sino que habíamos empezado a quedar algunas tardes al salir del colegio. Nos encontrábamos en un bar que estaba a mitad de camino entre nuestras casas: ponían buena música, servían batidos de fresa y chocolate buenísimos, y gominolas de colores para acompañar. Nos sentíamos cómodas y pasábamos tardes enteras hablando de arte, de nuestros malestares psíquicos, del instituto, de nuestra visión del futuro, de quienes seríamos cuando pudiéramos escoger. Los meses fueron pasando y nuestro vínculo se hacía cada vez más profundo e íntimo, con ella me sentía segura y comprendida.
Las que entonces eran mis amigas me reunieron una tarde en el garaje de una de ellas, donde a veces hacíamos reuniones y fiestas, para decirme que M era, como mínimo, bisexual; que no sabían quién la había visto besando a otra chica y que, seguramente, tenía planeado hacer lo mismo conmigo en cuanto bajase la guardia. «Ten cuidado». Esas fueron sus palabras.
Sus advertencias consiguieron lo contrario a lo que pretendían: lejos de alejarme, encendieron algo dentro de mí. Aunque no lo comprendía en ese momento, sentí que algo en mi cuerpo respondía a esa acusación, como si este ya supiera lo que tardaría en traer a la conciencia.
Para muchas mujeres lesbianas y bisexuales, el descubrimiento del deseo comienza en la intimidad con amigas. Lo vivimos como un juego privado, un espacio seguro donde explorar, para luego volver a la narrativa esperada: perseguir chicos en los bares y hacer que nuestros veranos giren en torno a ellos.
Con M, no tardamos en entregarnos a ese deseo que sentíamos la una por la otra. Procuramos mantenerlo oculto para evitar el revuelo de comentarios sobre nuestro vínculo, que nos obligara a mirarlo de frente. Si lo hacíamos, nos veríamos forzadas a admitir que lo que nos estaba pasando era real y que no solo tenía que ver con la otra, sino con el hecho de que la otra también era una mujer. Una de las formas más sutiles en las que opera la homofobia es la purificación del deseo entre dos mujeres, reduciéndolo a una conexión espiritual y única, desprovista de carnalidad. Pero los cuerpos sudan y se lubrican en presencia de la otra. «Me gusta ella, ninguna más». Spoiler: no.
Como solo se trataba de un juego, nuestra «naturaleza» permanecía intacta. Pero, ¿quién definía esa naturaleza? La heterosexualidad obligatoria se infiltraba –e infiltra– en cada una de nuestras vivencias, moldeando nuestra percepción del deseo hasta convertirlo en algo clandestino, en un secreto frágil que debe permanecer oculto.
Estuvimos casi siete años llamándonos amigas, cuando, por supuesto, lo éramos, pero también éramos amantes y estábamos locas la una por la otra. No se trata de etiquetarlo todo, pero creo que es peligroso el enunciado de «no me gustan las etiquetas» cuando el motivo tiene que ver con ocultar algo que considero tan importante de una misma. También pasé –pasamos– por «deseo a las mujeres, pero románticamente me veo más con un hombre».
Recuerdo la primera vez que acusé toda la homofobia que había interiorizado –por su mecanismo tan sutil– sin darme cuenta. Después de dos años en un proceso de terapia Gestalt, le conté a la que entonces era mi terapeuta, la relación de siete años que había tenido con M. Recuerdo su cara: ojiplática, boquiabierta. ¿Perdona? No daba crédito, y yo tampoco. ¿Qué pasa? No entendía su reacción.
Llevaba meses hablándole de mi dificultad para relacionarme con hombres, preguntándome por qué me sentía tan mal después de acostarme con ellos. Tardé mucho en comprender que, era imposible poder sentirme a gusto –o sentir placer– en mis relaciones sexuales cuando había estado reprimiendo una parte tan inmensa de mi identidad corpórea. Ahí, ella me dijo que también estaba con una mujer, después de varios años casada con un hombre. De pronto, me di cuenta: la había visto tantas veces con su mujer y había pensado que eran amigas. ¡Amigas!
Utilizo la tan trillada metáfora del huevo y la gallina para preguntarme si muchas de nosotras, con caracteres tan exigentes, aprendimos a modelar nuestro comportamiento para ocultar una parte esencial de nuestra experiencia corporal, como el deseo y su manifestación, con tal de seguir siendo la versión perfecta que se espera de nosotras. O si, por el contrario, fue al detectar a una edad temprana que nuestra identidad distaba de lo que se nos pedía, que, en un intento de ocultarlo, desarrollamos una personalidad autocensuradora, vigilante de nuestros propios impulsos.
A pesar de que, año tras año, continuaba mi relación con M. Sentía cierta protección porque vivíamos en ciudades diferentes. La distancia era la excusa perfecta para aceptar el relato de que nuestro vínculo era algo esporádico. En esos años, me acosté con otras personas, M también. Cuando nos visitábamos, volvía a surgir algo entre nosotras, nos besábamos, hacíamos el amor y nos despedíamos para volver a «nuestras vidas reales». Seguimos así durante años, hasta que M empezó una relación con L, y yo me enamoré de C.
Vivíamos juntas, al principio éramos solo amigas, claro. Tardé dos años en darme cuenta de que sentía una atracción intensa hacia ella. Ese proceso de asimilación supuso mi mayor quiebre personal hasta el momento y, lo que sería el inicio de una transformación que daría paso a quién soy ahora y cómo me veo a mí y al mundo. Me tuve que enfrentar a mi misma, reconocer lo que había reprimido durante años, no solo en relación a mi orientación sexual, sino también disolver una serie de creencias profundamente arraigadas que prometían protegerme frente a los demás: el miedo a habitar mi humanidad y todo lo que esto implicaba. No fue una decisión consciente, fue una caída involuntaria, un quiebre. Como si las placas tectónicas que conforman mi cuerpo y mi espíritu hubiesen colisionado de tal forma que no me era posible mirar hacia otro lado ni huir otra vez de lo que me estaba ocupando.
Mi cuerpo empezó a doler, a gritar con fiereza, como una bestia hambrienta que había estado encerrada por años, desprovista de alimentos y atención. No pude acallarla: me atravesé a mi misma. A mi cuerpo y a mí nos separaba un océano: éramos dos. Me pregunto hasta qué punto el desprecio arraigado que sentía hacia mi orientación sexual ha jugado un papel en el desarrollo de una estructura tan rígida, que me alejaba cada vez más del mundo. Y, hasta qué punto, la homofobia interiorizada ha potenciado la ansiedad y mi tendencia obsesiva. No lo sé.
Si me paro a pensarlo, siento una profunda compasión conmigo misma por haberme llevado a lugares donde mi cuerpo no se sentía cómodo y haber insistido solo por no aceptar lo que realmente sentía. Tratar de modificar las inclinaciones del deseo es como intentar alterar nuestra estructura genética. La consecuencia es un desprecio profundo, que nos convierte en entes desprovistos de carnalidad.
Escribiendo este ensayo, me doy cuenta de cuánto, la homofobia que interioricé desde muy pequeña, ha modificado mi comportamiento y mis relaciones, definiendo quién soy. Aquí lanzo varias preguntas y abro la conversación. Me encantaría conocer vuestras experiencias y continuar construyendo un diálogo que nos permita sentirnos acompañadas, visibilizadas y comprendidas. Me emociona pensar que escribir estas palabras ahora es como darle un abrazo a aquella niña que volvía a casa con la cabeza agachada por haber sentido mariposas en la tripa al besar a su amiga.
Muchas gracias por leerme.
Con mucho amor,
Andrea.
❤️🩹